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Alexandra Marín

No sé porque pero de niña yo quería ser policía. Fue mi primer sueño. Quizás porque casualmente nosotros vivíamos diagonal al tercer Distrito de la Policía de Tuluá y me emocionaba ver patrulleras uniformadas rondando con sus armas. Dentro de mis imaginaros quería ser como ellas. Mi mamá me decía: ‘Alexandra, si vos querés ser policía, pues tenés que estudiar’. Yo estaba en segundo de mi primaria. A mí no me gustaba la escuela, pero debía estudiar si quería ser policía. Algo grave paso. Mi hermano no dejaba de meterse en problemas con la misma gente que desapareció a mi tío. No paraban de buscarnos. Teníamos que huir. Como pudimos hicimos unas tulas y nos desplazamos a San Vicente del Caguán. En Tuluá se quedó el mayor de mis deseos y en menos de dos meses desperté del sueño de ser policía.

Primer encuentro

Llegamos a San Vicente con una mano adelante y la otra atrás. En ese entonces solo se hablaban de buenos y malos. Yo era una niña inocente de nueve años, pero sabía bien que eran los malos quiénes nos recibían. No conocíamos a nadie. El mítico Jorge Briseño, el famosos Mono Jojoy, nos dio la bienvenida. Fuimos tratados de la mejor manera al igual que las otras familias que llegaban en busca de refugio. Nos alojaron en una finca. Empecé a preguntarme ¿por qué estábamos allá? no entendía muchas cosas, pero a medida que pasaban los días comencé a comprender que estaba rodeado de una guerrilla muy polémica que se hacía llamar las FARC y que daba de que hablar por todos lados.

El tiempo corría. Los cambios fueron duros para todos. Ya llevábamos más de mes y medio allá. A mi mamá no le gustaba vivir en una finca, era una mujer de pueblo, recuerdo que se enfermó y a mí me dio fiebre amarilla. Nos iban a llevar al hospital. Nos alegramos. Volveríamos a Tuluá, pero lo que nunca imaginamos era que el Hospital estaba selva adentro en un campamento guerrillero. Ahí si empecé a conocer de verdad en qué lugar estábamos. Yo era la única niña. Recuerdo que un guerrillero me miraba y decía: ‘yo hace ocho años no miraba un niño'. Había un ambiente amigable. Todos compartían. No parecían tan malos como los pintaban los medios de comunicación.

Gente uniformada por donde se mirará. Ya no podía ser policía, pero seguía viendo fusiles por doquier. Decidí que no quería ser guerrillera, nunca lo quise, pero un día conversando con el Mono, sentada en sus piernas, me preguntó si quería convertirme en una militante de la guerrilla. Dentro de mi ingenuidad respondí que sí. Fue una respuesta automática. Mi mamá casi me mata. No sé porque dije eso, quizás por mi sueño frustrado de ser policía, pero lo que sí fue cierto es que desde entonces empezó mi travesía y mi formación en las FARC.

Inyección de ideologías

A los trece asistí a un curso político para entender la lucha de las FARC. Me fui encarretando. Regrese al Valle del Cauca. Estuve yendo y viendo. Quería terminar mi bachiller. Iba a cumplir dieciséis años cuando finalmente decidí ingresar al Bloque Oriental en Caquetá, el bloque más grande de las FARC como estructura militar. Me motivo quizás mi sueño de ser policía de niña, todo lo que vi desde mi llegaba a aquella finca y el hecho de empoderarme como mujer en una guerrilla. Pensaba en mi familia, estando dentro ya no podía volver a verla ni a relacionarme con ella, pero, lo que me dio más duro, irónicamente, fue aprender a cocinar. Uno nunca deja de aprender.

El campamento, el despertar de los pajaritos, el olor húmedo de la selva, la variedad de la vegetación, el matiz verde y todo el panorama me presentaron la nueva vida a la que debía acostumbrarme. Y eso no era que uno llegará y le dieran su fusil como muchos pensaban. Los primeros meses en la guerrilla asistí a la escuela de formación. Antes de armarte las manos te armaban la cabeza. Comprendí los ideales por los que se estaba en guerra y me comprometí con la lucha. Aprendí filosofía, historia, política. Me convencí de que era el sitio indicado para mí.

Hombres y mujeres, todos éramos iguales y teníamos los mismos derechos y deberes. Todos los rumores que corrían sobre el abuso sexual y el maltrato a las mujeres era mentira o por lo menos yo nunca viví ni presencié nada de eso. Si en algún momento las mujeres nos sentimos empoderadas fue en las FARC. Me sentía importante. Uno aprendía de todo y le tocaba estar rotando constantemente en distintas responsabilidades. Aunque uno siempre escapaba de los cargos mayores, sí algo salía mal, sé sancionaba no a la tropa sino al líder.

Una vida entre disparos

La guerra. Trincheras. Bombardeos. Cañones retumbando en mi cabeza. Disparos por todos lados. Los de aquí contra los de allá y viceversa. No se disparaba porque sí. Disparábamos bajo la convicción de que estábamos en una lucha por la defensa de los derechos humanos. Recuerdo un episodio donde vi caer en combate una de mis mejores camaradas. Una bomba a vísperas de la firma de los acuerdos de paz. Siempre fuimos fuertes y sabíamos que podíamos perder nuestras vidas por la lucha y ver caer a nuestros camaradas cercanos. No puedo negar que hubo momentos difíciles como esos o como la muerte de mi mamá al año de estar en las FARC. Uno mismo lidiaba con sus crisis y volvía a su rutina.

 

A pesar de los enfrentamientos y todo lo inhumano de la guerra, nosotros éramos una familia, aunque fuera difícil de creer. Luchábamos por una causa en común. Existían espacios culturales. Se leía mucho y se compartían libros, por ejemplo, el Principito se hizo famoso en las FARC. Se celebraba el cumpleaños de la organización. Diciembre era un festín. Había lazos de compañerismo y se respiraba un aroma familiar. Allá uno sí aprende a valorar esos pequeños detalles. Había quien cantaba, quien escribía poesía, quien bailaba o quien pintaba. Entre tantas cosas a mí lo que me empezó a gustar fue la fotografía.

Generé vínculos fuertes con mi jefe de cuadrilla y camarada, Liliana, la primera que me entregó una cámara. Yo no sabía nada de eso, pero era una responsabilidad grande que quise asumir. Me enamoré del audiovisual. Empecé a entrenarme y a conocer conceptos básicos. Disparaba de mi fusil y al mismo tiempo disparaba desde mi cámara y daba rienda suelta a un sueño más que hasta el día de hoy en la selva de concreto sigue vivo e intacto.

Amores de verano

Éramos muy maduros en nuestras relaciones. Uno podía enamorarse o encarretarse con un compañero, pero sí al mes se dejaba de estar juntos y otra nena estaba con él, no había rencores con nadie. Podías tener tu compañero y eso no significaba que no compartieras con alguien más. Tu sabías que estabas allí para luchar por unos ideales y no para formar hogar con ninguna persona.

Yo tuve una relación especial con un hombre mayor que yo. Por temporadas nos separábamos porque nos mandaban de un lado a otro, pero siempre regresábamos y pasábamos buenos ratos. Un día cualquiera me sorprendió con un fragmento de un poema escrito en un papel junto a una florecita. Es un lindo recuerdo. Eso a cualquiera le conmueve. Estuvimos casi tres años, pero como todo en la vida, nos invadió la rutina y la relación se terminó, pero fue una de las cosas más bonitas que viví estando en la selva.

Sobreviviendo entre calles de concreto

A pesar de todo siempre me sentí privilegiada por haber entregado mi vida a las FARC y no me arrepiento de nada. Creo en el proceso de paz desde el principio y hago parte del partido político. Deje de disparar un fusil para disparar mi cámara. Decidí seguir despertando mi pasión por el audiovisual y empezar mi proceso de reincorporación a la sociedad civil.

Estuve veinte días o un mes en la zona veredal de Icononzo, cuando Carlos Antonio Lozada me dijo: “aliste maletas que nos vamos para Bogotá”. Al mes de estar en la ciudad estaba completamente desmoralizada. Yo no conocía Bogotá, que además me parecía un lugar terrible. Tuve un proceso de reintegración muy traumático. Yo me iba devolver, le dije a Carlos Antonio “camarada no doy más, devuélvame para mi zona”.

Me miró a los ojos. Soltó una carcajada contagiosa y me dijo en tono burlesco

-  “pero sí usted sobrevivió a la selva, ¿cómo no va poder sobrevivir a Bogotá?”

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